La libertad de opinión e información, conocida como libertad de expresión, constituye un supraderecho constitucional en una sociedad democrática. Sin él, prácticamente no existe ninguna de las libertades civiles y políticas de los ciudadanos. Su simple debilidad ya impide que los ciudadanos ostenten de manera integral el título de hombres libres y participantes conscientes de los procesos políticos y sociales de sus países.
Esto lo ha estado debatiendo la Convención Constitucional en los últimos días. Y, las cosas como son, lo aprobado hasta ahora no expresa, para decirlo en palabras de Jeremías Bentham en su texto Fragmento sobre el Gobierno, “la mayor felicidad del mayor número que es la medida de lo justo y lo injusto” para los ciudadanos.
Porque el problema no consiste solo en regular a los medios públicos de comunicación social, para evitar que sean instrumentalizados por los gobiernos de turno (buscando consejos o cuerpos colegiados que garanticen aquello, o dándoles un estatuto autonómico generado en acuerdos políticos, bajo el rótulo de técnico, independiente y plural). Lo que se requiere son principios sólidos y fijar los parámetros esenciales para una próxima ley de financiamiento de medios.
La función del Estado –y de sus mecanismos y decisiones– en esta materia, a nivel de política pública, es garantizar que la libertad de expresión efectivamente exista. De manera igualitaria, es decir, sin privilegios para nadie, de manera plural, es decir, sin discriminaciones de ningún tipo, y de formas legítimas y legales, es decir, con procedimientos que no sean discrecionales o constituyan barreras de acceso para los que desean informar. Los únicos requisitos debieran ser de seguridad técnica, equilibrio informativo, responsabilidad posterior por lo difundido, y la seguridad y responsabilidad legal por el repositorio de lo que dicen o informan. Todo con mecanismos de fomento para emparejar la cancha.
Esto, hasta ahora, no está quedando debidamente resguardado en el texto borrador de la nueva Constitución, porque se ha soslayado un pronunciamiento sobre el financiamiento de los medios.
Y no solo de los medios públicos, que en una sociedad democrática solamente son garantía supletoria de formación e información equilibrada de todos los ciudadanos (medios que deben estar obligados a expresar editorialmente, de la mejor manera posible, el equilibrio entre adhesión y rechazo ciudadano en las opciones de política pública del país).
En una sociedad democrática el Estado está obligado a garantizarles a sus ciudadanos una información veraz y equilibrada de los temas de interés público. Y a financiar esta actividad con cargo al ejercicio fiscal, cuando se trata de medios públicos. Y también a distribuir –mediante ley que obligue a los gobiernos a hacerlo– la publicidad oficial y gasto en avisaje estatal de manera equitativa y transparente, con criterios objetivos u objetivables, entre todos los medios y plataformas informativas privadas existentes en el país.
Solo una sociedad con medios públicos y privados viables y sustentables puede servir a la función de “ciudadanos debidamente informados” que exige la ley, por ejemplo, en los procesos electorales. Y si los ciudadanos no se sienten representados en sus opiniones, deben tener la posibilidad de crear otros medios, más medios.
Durante mucho tiempo ha estado sobre el tapete la falta de transparencia del gasto público en avisaje y publicidad estatal que hacen los gobiernos en Chile, todos sin excepción. Son dineros difíciles –o imposibles– de rastrear. Solo se conoce que gran parte de lo que se gasta anualmente en ello, va a solo dos conglomerados de comunicación: El Mercurio y Copesa. Ello, fuera del gasto estatal propio en los llamados medios públicos, como es TVN.
La prensa y sus noticias no solo muestran realidad sino también la crean, en la medida que enfocan y jerarquizan hechos. Es parte de la ética y la moral analizar sus líneas editoriales, no de la ley. Lo que no implica que no estén sujetos a principios de veracidad y equilibrio informativo. El pluralismo debe ser entregado al fomento de las ideas. Otra cosa es policía del pensamiento.
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